Expedición del Cardenal Silíceo a la Cueva de Hércules de Toledo

File:Cueva de Hércules - 01.jpg
Cisterna de la Cueva de Hércules - Enlace Wikimedia

Juan Martínez Guijarro o Silíceo (Villagarcía de la Torre, Badajoz, 1477 - Toledo, 31 de mayo de 1557) fue un cardenal, matemático y lógico español, arzobispo de Toledo.

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En 1555 el papa Paulo IV le concede el cardenalato, siendo el primer arzobispo que recibe el Capelo en la Catedral de Santa María de Toledo. La obra de Gómez Pereira publicada en 1554, Antoniana Margarita, está dedicada a él.

Fallece siendo cardenal de la Archidiócesis de Toledo el 31 de mayo de 1557. Está enterrado en su Real Colegio de Doncellas Nobles en Toledo que había sido fundado en 1551. 

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Declarado antijudío, en un conflicto entre cristianos viejos y conversos, Silíceo, arzobispo de Toledo, acusó a los conversos de estar confabulando con los judíos de Constantinopla -para probar esta supuesta conspiración judía no dudó en utilizar la Carta de los judíos de Constantinopla de 1492 dirigida a los judíos de Zaragoza-, y mostró su preferencia por admitir en la catedral a cristianos viejos en lugar de descendientes de conversos para evitar que la Inquisición actuase contra la Catedral de Toledo

Se denomina cueva de Hércules a unos espacios subterráneos abovedados de época romana situados en la ciudad de Toledo (España), que se localizan fundamentalmente en el número 2 y en el número 3 del callejón de San Ginés, bajo un inmueble que ocupa el solar de la que fue iglesia de San Ginés hasta 1841.

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Según la leyenda, Hércules edificó un palacio encantado cerca de Toledo, construido con jade y mármol, y ocultó en su interior las desgracias que amenazaban a España. Puso un candado en la puerta y ordenó que cada nuevo rey añadiera uno, ya que las amenazas se cumplirían el día en que uno de ellos fuera curioso y entrara. Según la leyenda, Don Rodrigo fue ese rey, y del palacio solo queda la actual cueva que ocultaría maravillosos tesoros, entre ellos la famosa Mesa de Salomón.

En los últimos años, buscadores de tesoros investigan por las cuevas y subterráneos de Toledo, dando por hecho que el verdadero tesoro de los reyes visigodos nunca fue encontrado ni abandonó la capital.

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Pese a que es cierto que fue a esa ubicación donde descendieron los bragados enviados por el Cardenal Silíceo que más tarde morirían, estudios más rigurosos basados en antiguos escritos no ubican las cuevas de Hércules dentro de Toledo, sino que sitúan allí la entrada (que se encuentra desaparecida), mientras que las cuevas se encontrarían en las afueras de la ciudad.

La tradición popular cuenta que, durante la Guerra Civil, muchas personas huyeron a través de esas cuevas desde Toledo, saliendo a través de una bóveda hundida cerca de la vecina población de Mocejón.

Allí, existen unas enigmáticas cuevas construidas por el hombre y datadas en el 4000 a. C. a las que se accede a través de la bóveda derruida, desde la que se llega a una planta tan grande como la Catedral de Toledo, laberíntica, con salas de reunión, mesas donde se supone han realizado sacrificios, etc. Desde esta planta se pasa a otras salas y a otras galerías que se orientan hacia Toledo, pero que 100 metros más adelante se encuentran cegadas por el paso de los años.

Lamentablemente, las cuevas se encuentran en una finca privada y en un estado de conservación deplorable y peligrosísimo (en todo ese cerro se observan hundimientos y accesos adicionales a galerías cegadas). Esto, especialmente que no se trate de patrimonio nacional, ha impedido realizar una investigación oficial. 

Narra Salazar Mendoza en la Crónica del Gran Cardenal de España que, en el año de nuestro señor de 1546, quiso el Cardenal Silíceo acallar los temores que el vulgo tenía en torno a la Cueva de Hércules, la cual parecía localizarse bajo el solar de la iglesia parroquial de San Ginés. Según se desprendía del populacho que trabajaba en estos terrenos de la ciudad de Toledo, por las noches se escuchaban gritos y lamentos, por lo que ordenó dicho legado formar una expedición de hombres cargados con provisiones, luces y cuerdas para bajar al interior de la tierra.

Sigue relatando el cronista que después de recorrer más de media legua de penosos caminos y padecer un gélido frío, estos intrépidos hombres sólo pudieron hallar varias estatuas de bronce dispuestas sobre antiguas aras, pero que su empresa se vio finalmente impedida al no poder atravesar una corriente de agua que corría con muchísima fuerza. Tal impedimento fue el motivo que les obligó a regresar y salir a la superficie para narrar lo visto al Cardenal.

Poco tiempo después de estos hechos murieron todos los integrantes de la expedición, lo que no hizo más que avivar los temores entre la población. Con idea de disipar definitivamente las supersticiones en corrían en relación a la Cueva de Hércules, el Cardenal Silíceo ordenará tapiar el acceso a la misma.

Tan fuerte era la creencia, al acabar la Edad Media, en las cosas infernales que sucedían en los subterráneos toledanos y los monstruos que los habitaban, que el cardenal Silíceo mandó practicar un reconocimiento en las Cuevas de Hércules en 1546. Los exploradores se internaron con antorchas en los subterráneos de San Ginés; pero aparecieron demacrados y contando tan terribles historias que la extraña cueva se tapió; este suceso fue registrado en los anales toledanos. Hasta 1839 no se intentó otro reconocimiento de la cueva, a raíz de la demolición de la iglesia de San Ginés. [...]  

En 1546 el cardenal Silíceo hizo explorar la cueva: «A cosa de media legua toparon con una mesa de piedra con una estatua de bronce, después pasaron adelante hasta dar con un gran golpe de agua». No se atrevieron a proseguir y regresaron.

En 1839 nuevos exploradores se descolgaron con cuerdas hasta un osario cuya entrada cerraba una pesada losa y encontraron vestigios de construcciones antiguas, pero la probable entrada de la cueva estaba taponada por los escombros.

Pero al bajar a las entrañas de este lugar, nos encontramos con una antigua construcción romana que formaba parte del “castellum aquae”, o depósitos de agua que distribuían el preciado elemento por todo Toletum, formando un profundo pasillo de sillares con arcos cegados. Pero casi de soslayo, en una de sus esquinas, pasando desapercibida a la mirada de los turistas, encontramos una apertura cegada, un agujero que sirvió en tiempos como vía de exploración a un grupo de intrépidos buscadores de tesoros siguiendo la pista de la afamada cueva mágica. Fue el cardenal Silíceo (1546), el que con la esperanza de acallar los rumores sobre fabulosos tesoros, mandó una expedición (en algunas versiones de diez hombres) que obtuvo el resultado contrario, ya que sabemos que al salir, estos valientes exploradores a los pocos días murieron a causa de las infecciones contraídas en este viciado espacio, describiendo bajo juramento que: “ a media legua entre levante y septentrión se toparon con unas estatuas de bronce sobre un ara, que una de ellas se cayó con gran estruendo y salieron asustados”, como nos indica el doctor Salazar de Mendoza en una crónica de 1625.

 


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